Con olor a yerbabuena

Recorrer mi vida a través de mis recuerdos me lleva a detenerme en aquellos que parecen deshacerse como sombras que se difuminan con la luz, que se van borrando o se quedan atrás en un punto lejano que la memoria no puede alcanzar. Como si fuera un globo inflado con helio que cuando se suelta va ascendiendo al cielo y por más que uno quisiera atraparlo, el aire lo desplaza hasta perderse entre las nubes.

No he olvidado aún, y creo que nunca lo haré, esas imágenes de los papalotes suspendidos en el cielo planeando como aves por los aires, jalando el hilo que sosteníamos mi abuelo y yo para irse volando junto con los pájaros. Era increíble sentir que podía controlar algo que estuviera volando tan lejos, aunque no tuviera alas. Disfrutaba mucho ir los domingos al parque contigo y los abuelos, recostarnos en el pasto debajo de la sombra de los árboles, sentir cómo nos soplaba el aire en la cara y mientras ustedes platicaban yo correteaba a las palomas para tratar de atrapar por lo menos una. Recuerdo también que me gustaba jugar con las hojas de las jacarandas que tapizaban el patio de la casa, mientras tú me mirabas con esos ojos medio tristes con los que sólo sabías mirar.

No sé por qué te fuiste, siempre pensé que llegarías a vieja, con tu pelo canoso y tu piel derritiéndose con los años…Te fuiste en una noche fría y sin estrellas. Tengo nociones de haber querido llorar… creo que no pude, el nudo que tenía atorado en la garganta no me dejo soltar ninguna lágrima. Tampoco te dije adiós, aunque sabía que nunca te iba a volver a ver. Ahora cada vez que las nubes cubren el cielo quisiera quitarlas para ver las estrellas y pensar que sigues ahí, atada a mis recuerdos entre suspiros e instantes de sueños. Partiste repentinamente, ni siquiera tuve tiempo de contemplar por última vez tus ojos llenos de tristeza como cuando mirabas la luna. Tu mirada perdida en esa grande luz de la noche hacía brotar de tus ojos gotas de sal que al instante limpiabas para que no te preguntara por qué llorabas. No sé qué tenía la luna que te hacía llorar si lucía tan bella en esas noches, tal vez recordabas a alguien que habías querido mucho y con ello se desataban recuerdos muy dolorosos. Yo sólo la miraba cuando era totalmente redonda y luminosa, la observaba por un instante y me acostaba a dormir. Si supieras que ahora ver la luna me hace llorar, y más cuando luce tan radiante.

Recuerdo tus miradas, casi siempre me parecieron frías, esperaba que en algún momento me explicaras qué era lo que te molestaba de mí, pero nunca dijiste nada. El último día que nos vimos, tomé tu mano agonizante y me animé a preguntarte algo que por mucho tiempo me tuvo inquieta.

– ¿Es verdad que no querías tenerme porque mi papá te abandonó cuando supo que estabas embarazada?

– ¿Quién te dijo eso?

– Tú se lo dijiste a mi abuela una vez que discutieron porque no llegaste a dormir a la casa.

– ¿Ella te lo dijo?

– No, yo las escuché. Ustedes creyeron que estaba dormida, pero me desperté con sus gritos, oí todo, desde entonces supe que sólo era un estorbo para ti.

– Escuchaste mal, jamás dije tal cosa. Fueron figuraciones tuyas.

– No. Estoy segura de haber oído bien.

-Entonces alucinaste por el sueño que traías o… tal vez lo soñaste.

Pero no fue así, conozco cómo son los sueños. Están hechos de algo distinto a la realidad, por eso no creo haberlo soñado ni mucho menos haberlo inventado… Aunque quieras negarlo, lo cierto es que nunca me dijiste que me querías, viviste siempre ausente, casi sin palabras.

– Pues, ¿qué querías que te dijera?

– Que me querías, nada más.

– Estás exagerando… para qué querías que lo dijera si siempre te traté bien.

Eso fue lo último que te oí decir, te quedaste quieta con tus ojos fijos viendo hacia un punto lejano, como si miraras hacia un abismo, te insistí casi a gritos, – ¿por qué no me querías? –unos gritos quebrantados por el nudo que se me hizo en la garganta. Esperaba que me dijeras que lo sentías y que estabas arrepentida… pero tú ya no me escuchaste, tu corazón había dejado de latir para siempre. Esa fue la razón por la que no alcancé a decirte adiós, y eso es lo que más deseo, que estés con Dios. Ahora sólo tengo la ilusión de reencontrarme contigo en el mundo de mis sueños, para volar con los pájaros, jugar con las nubes y recorrer paisajes extraños.

Una vez soñé que estábamos dentro de un cuarto con poca luz, estaba repleto de refacciones viejas y en la parte central del techo colgaba una pequeña jaula, dentro de ella había un ave blanca y otra azul. Por un momento creí que estábamos solas, pero de pronto noté la presencia de una niña muy extraña que no había visto antes. Sin advertirlo se acercó con curiosidad a la jaula, ahí se detuvo un buen rato y de pronto comenzó a cortar con unas tijeras las alas de las aves. Sentí cómo mi cuerpo vibró escalofriante y comenzaron a salir ligeras lágrimas de mis ojos. Tomé entre mis manos los pájaros heridos y agonizantes, piando dolorosamente hasta que se les congeló su cuerpo y su alma se fue volando al cielo junto con la tuya. Desperté confundida y me quedé muy inquieta después de esa noche, intenté interpretar el sueño, saber cuál era su significado. He escuchado que los sueños algunas veces son proféticos o te revelan deseos y miedos que se quedan en tu interior. Pero no daba con la respuesta, realmente no lograba entender nada.

Después de ese sueño no te volví a ver más, ni en mis noches más cansadas ni en mis sueños más profundos, aunque me acostara con la imagen de tu rostro clavado en mi memoria. Entonces fue cuando pensé en hacer un ritual antes de dormir para que aparecieras de nuevo. Tomé una fotografía tuya de la caja de zapatos donde guardabas todas las fotos, las del abuelo y tú cuando salían a caminar al parque mientras la abuela se sentaba a tejer suéteres, y con la cámara a su lado captaba los momentos bellos de sus paseos entre jacarandas y caminos de violetas, acompañados del aroma de la yerbabuena. Esos recuerdos siempre te siguieron, en nuestras caminatas solías contarme lo feliz que te hacía ir al lado de tu papá contándose historias mientras pasaban por las alfombras moradas que se hacían con las hojas de las jacarandas.

Mis paseos contigo tenían algo parecido con los que tuviste con el abuelo, sólo que no había quien nos tomara una foto. El olor de la yerbabuena que había alrededor de los jardines de los vecinos te ponía nostálgica y se abría mágicamente tu caja de recuerdos más bellos de tu infancia, por eso yo prefería caminar contigo alrededor de la cuadra que ir al parque, porque ahí sólo te sentabas para verme jugar con los otros niños. Siempre fuiste muy callada, te costaba trabajo compartir lo que pensabas y sentías, pero descubrí que el olor de la yerbabuena tenía el don de hacer que brotaran tus recuerdos y los compartieras conmigo. Después de saber eso planté una rama de yerbabuena en una pequeña maceta para tenerla cerca de la ventana de mi cuarto. En las mañanas me llegaba más intensamente su olor fresco, el amanecer la regaba con el rocío y la hacía despedir ese aroma que también a mí me despiertsa recuerdos viejos.

Pensé poner tu foto junto a la maceta de yerbabuena, unir ese olor con el que emergían tus recuerdos con aquella imagen tuya impresa en un papel ya desgastado por los años, con orillas carcomidas y los colores desteñidos por la humedad. Pero la imagen de esa fotografía resultaba ser más clara y nítida, que la que yo guardaba en mi interior. Entonces la coloqué al lado de la yerbabuena, justo en frente de la ventana, para sentir que de nuevo mirábamos juntas la noche buscando la luna y las estrellas; para tener más presente tu rostro, tal vez así podría soñarte y entre sueños construir mejores recuerdos de ti. Pero los sueños son difíciles de atrapar, se filtran como el humo entre las fisuras de la mente o se cuelan como aguas turbulentas por cualquier agujero del alma.

Esa noche volvió tu imagen mientras dormía, vi tu cara… tu cuerpo… pero no eras tú, lo noté porque su mirada no despedía esa dulce frivolidad tuya, más bien, tenía un parecido a la que veo siempre en el reflejo de mi espejo. Sentí pavor, pero de pronto supe que estaba soñando, pensé rápido en despertar, pero no encontré el camino de regreso y con mi conciencia latente observé con incomodidad esa esfumante imagen de ti. Advertí cómo su intrigante fachada comenzó a cambiar poco a poco, alargándose del cabello y encogiendo su robustez hasta desaparecer y quedar yo sola con mi reflejo en el vidrio de una ventana.

Una vez más mis sueños me trataban de decir algo, esa loca obsesión de querer resucitarte me convirtió en un frágil cordero lleno de ingenuidad, que no iba a sobrevivir ni mucho menos a resurgir de las cenizas como un ave fénix. Así que para escapar de mi necia obsesión de ti y poder ser nuevamente yo, llevé conmigo todas tus fotos para quemarlas frente a tu tumba y verlas consumirse mientras me despedía diciendo fuertemente: – Ella no existe más aquí, no puede escuchar ni sentir nada porque se ha ido para siempre a un lugar de muertos-. Esperé a que se consumiera el fuego y me fui.

Con mis pensamientos pausados caminé en silencio de regreso a mi casa, cuando llegué me recibió el olor a yerbabuena y el pequeño sendero que da a la puerta de la entrada estaba tapizado de hojas de jacarandas. Con indiferencia fingida entré con el aroma mezclado de la yerbabuena y la jacaranda, haciendo eco en mi nariz. Al cerrar la puerta entró con impertinencia una ráfaga de aire perfumado que penetró toda la sala. Mi serenidad parecía esfumarse, el insistente aroma que se restregó en las paredes empezó a quebrantar mi aparente fortaleza hasta desprenderse en lágrimas la máscara que ocultaba mi tristeza. Creí que una vez haciendo cenizas tus fotografías y despedirme de ti, mientras se consumía en el fuego la evidencia de tu imagen, me desprendería de mi necesidad de aferrarme a tu recuerdo. Pensé que todo esto desaparecería por arte de magia, pero la magia no siempre da resultado, al menos no lo fue en mi caso porque todos mis problemas seguían latentes.

Mis ojos llenos de lágrimas alcanzaron a divisar una vieja fotografía debajo de la mesa, me acerqué y la tomé para romperla, pero me detuve cuando vi que se trataba de aquella foto que nos tomó mi abuelo la última vez que fuimos a volar papalotes. Sentí de pronto mucha nostalgia, esa había sido la única foto que mi mamá le pudo robar a mi abuelo después de que nos fuimos de su casa. Cuando ella murió tuve que regresar a vivir con mis abuelos, durante un tiempo me dediqué a buscar entre cada rincón de la casa las fotos que guardaba él, pero nunca encontré nada, luego me enteré de que las tiró a la basura en su arranque de rabia el día que mi mamá y yo nos fuimos a vivir solas. Recuerdo bien que mi abuela fue la única que estuvo de acuerdo con nuestra partida, siempre nos decía que era lo mejor para las dos, y como forma de despedirse de nosotras, le dio a mi mamá la caja en la que había conservado las fotos que tomó durante sus paseos.

 

Nunca le confesé a mi madre el dolor que sentí haber dejado la casa de mis abuelos, pero cuando regresé a vivir con ellos no volvió a ser lo mismo, ya no me consentían tanto, pues tenía que seguir forzosamente sus reglas. Años más tarde murieron también ellos, él fue el primero en partir, murió de cirrosis, tenía un fuerte gusto por el alcohol que se le arraigó hasta la muerte. Ella simplemente un día ya no despertó, tal vez estaba muy cansada o tuvo un sueño bastante agradable del cual ya no quiso despertar. Me quedé con la casa de mis abuelos, esa donde las jacarandas hacen sombra con sus ramas y sus hojas van formando alfombras moradas y el jardín está repleto de yerbabuena que por las mañanas aromatiza con su olor fresco la calle.

He vivido atada a un necio resentimiento por muchos años, un recuerdo que se quedó anclado en el rencor. Reproché siempre tu falta de compromiso cuando notaste tu repentina palidez, tus constantes taquicardias y tu fatiga, no hiciste nada para saber qué te estaba pasando. Supimos de la leucemia ya cuando estaba muy avanzada y no se podía hacer nada, más que verte cada día yendo en decadencia. Ni siquiera por eso fue para que me dijeras palabras dulces, tiernas o me hicieras sentir importante para ti. Al contrario, parecía que se te hacía tarde para morir y hasta creo que te fuiste feliz. No te importó dejarme sola ni te pusiste a pensar que te necesitaría, tal vez a la hora de comer, al anochecer para contemplar la noche estrellada o para caminar por olorosos senderos a yerbabuena.

Tantos recuerdos desatados me hicieron dormir profundamente, sentí cómo recorría, a través de mi sueño, por recuerdos pasados que se habían quedado rezagados en mi memoria, y por voluntad me detuve en una escena ya desgastada y muchas veces carcomida por mi orgullo.

– Escuchaste mal, jamás dije tal cosa. Fueron figuraciones tuyas.

– No. Estoy segura de haber oído bien.

– Entonces alucinaste por el sueño que traías o… tal vez lo soñaste.

– Aunque quieras negarlo nunca escuché de tu boca decir que me querías. Viviste como ausente, casi sin palabras.

– Pues, ¿qué querías que te dijera?

– Que me querías, nada más.

– Estás exagerando… para qué querías que lo dijera si siempre te traté bien.

Después de haber escuchado eso, vi que tu cuerpo comenzó a debilitarse poco a poco y tu respiración era cada vez más fatigante, pero con el escaso esfuerzo que aún te quedaba, de tus labios salieron tus últimas palabras.

– Si te traté bien fue porque te quise.

Esa frase la había omitido de mi recuerdo, en ese momento el orgullo y el rencor no me dejaron escucharte bien. Tus últimas palabras te hicieron morir feliz con una sonrisa en tus labios a pesar del esfuerzo que hiciste para hablar. Desperté de mi redimido sueño con un nuevo recuerdo de ti en mi memoria, y puse en un pequeño altar rodeado de veladoras nuestra fotografía, esa en la que volábamos papalotes en forma de pájaros y los veíamos confundirse entre las aves del cielo.

 

Devoraciones

El sol alumbraba la tarde, caía sobre la tierra y los rayos de aquel ente resplandeciente llegaban violentamente a la cabeza de los hombres que trabajaban en una moledora de arena. El intenso calor les quemaba las sienes y el aire hacía remolinos de tierra que polvoreaban sus cuerpos, dejando sus rostros secos y cenicientos. Sus pensamientos poco a poco empezaban a desvariar como si el calor les estuviera consumiendo la razón. De pronto alguien, quizá por un chiste que contaron, soltó con ímpetu una carcajada convirtiendo la tensión que había en un concierto de risas que le hicieron eco.

– ¡Clemente! – le gritaron de muy lejos.

– Ya voy – por inercia contestó. Ni siquiera volteó para ver quién le había gritado.

– ¡Clemente! – volvieron a llamarlo, pero esta vez la voz no provenía de tan lejos sino dentro de la camioneta en la que él estaba.

– ¡Clemente!… contéstame, no te quedes callado… bueno… ¿Clemente?, ¿estás ahí?

– Sí, dime aquí estoy, te sigo escuchando.

Por un momento había olvidado que estaba hablando con su esposa por el celular, lo había abrumado con tantos reclamos que por un instante se quedó pasmado, pero finalmente contestó.

– ¿Pero qué quieres que yo haga? Eso es todo lo que gano, no puedo sacar más.

– ¡Ah no! Pues como te la vives en el trabajo no ves lo que hace falta en la casa, y lo que tú me das no alcanza para nada.

– Te doy todo lo que gano, hasta ando pidiendo prestado para darte más dinero. Ya estoy todo endeudado –. Fue lo último que dijo y colgó.

– ¡Clemente!…Te estoy hablando desde hace rato – le gritó esta vez su jefe–. Necesito que lleves a los muchachos al campamento porque ya hace hambre. Ya después te peleas con tu mujer.

– Sí, Ingeniero Castillos.

– Pero apúrate que yo también me quiero ir, no eres al único que regañan.

– ¡Sale muchachos! Ya nos vamos – les gritó sacando la cabeza por la ventana de la camioneta.

– Ya era hora. Pinche calorón no deja hacer nada –. Comentó José que llevaba rato quejándose y añorando una chela bien fría para calmar el calor que lo sofocaba.

Los hombres entraron a la camioneta, mientras iban en el camino se quitaron las playeras llenas de tierra y mojadas de sudor, con ellas mismas se secaron el sudor de la cara dejándosela negra de mugre. Cansados, con la tripa pegada al espinazo del hambre que traían, eran casi las cinco y no habían comido más que un trozo de pan con refresco, ese había sido su desayuno y el de casi todos los días.

– Te toca comprar las caguamas José, ayer rebien que te empinaste la mía y ni cooperaste con nada, piche agarrado.

– No traigo ni un quinto Carmelo, bien lo sabes – lo dijo apenado mostrándole la cartera rota y vacía. – Mi vieja me quitó toda la quincena para pagar el agua y la luz que ya me la habían cortado. Me tuve que ir a bañar con mi suegra… ¡Ah! cómo me cae gorda esa pinche vieja, no más haciéndomela de emoción. Que disque soy un bueno para nada, que no puedo mantener bien a la familia, que a su hija le doy puras amarguras y que tengo a mis hijos muertos de hambre. Ya sabrás tú la sarta de chingaderas que se soltó diciéndome –. Aventó con coraje la playera mojada en sudor y negra de mugre a su morral.

– Ni qué lo digas José, la mía también me tiene mala fe – trató de consolarlo dándole de palmadas en la espalda y hablándole con resignación. – Lo bueno que tú tienes tu casa aunque sea rentada, yo vivo con ella, no más no se me hace salir de la casa de mi suegra y no porque no pueda sino porque mi vieja no se quiere salir de ahí, que porque su mamá está enferma y luego quién la va a cuidar. Si su pinche madre na´ más se está haciendo pendeja para que yo la mantenga, si no es muy grande y tiene rebuena salud pa´ salirse a trabajar, pero ya le gustó el chantaje y la huevonada.

– Pos sácala a la fuerza. ¿Qué no mandas tú, pinche mandilón? – Le gritó uno de sus compañeros más jóvenes, “El borrego”, le decían así por sus pronunciados cabellos rizados, quien a sus 17 años ya había sido papá, se había robado a su novia de 15 y ahora la tenía viviendo en casa de sus papás.

– Mejor cállate cabrón, a ti te tienen igual que a mí. Tú tampoco mandas en tu casa, si le tienes rete harto miedo a tu vieja y no me digas a tu jefa –. Todos soltaron una fuerte carcajada que terminó silenciada cuando de  pronto sonó una canción de banda muy famosa, que de ser tarareada pasó a ser un canto unísono a todo pulmón.

Mientras tanto en la cabina, Clemente trataba de ignorar el sonido constante de su celular, que no dejaría de sonar hasta que contestara. Llevaba ya diez llamadas perdidas de su esposa, pero en ese momento no podía contestar porque iba manejando y su jefe estaba ahí, era claro que si lo hacía éste lo reprendería fuertemente. Pero su jefe fue menos paciente que él, tomó con desesperación el celular que estaba en el asiento y contestó.

– Señora, su esposo todavía está en jornada laboral – y colgó con tremenda autoridad y una propiedad que no le pertenecía.

Clemente hubiera querido decirle “me acaba de meter a la mera boca del lobo” pero se limitó a decirle: – Ya le he dicho a mi vieja que no me llame cuando estoy en el trabajo, pero no entiende.

– El que no entiende eres tú Clemente, a esa vieja yo ya la hubiera mandado a la chingada desde cuándo, pero te faltan huevos. Yo por eso ya le pedí el divorcio a la mía. Pinches viejas ni ellas se aguantan.

Al llegar al campamento los hombres se bajaron rápido de la camioneta y corrieron hacia el comedor, José y Carmelo llevaban un cartón de cervezas cada uno. Cuando entraron al comedor ya estaban los platos servidos sobre la mesa, se acercaron como perros hambrientos y se sentaron a comer, los devoraba el hambre y ahora ellos devoraban todo a su paso con sus manos sucias, con sus cuerpos llenos de tierra y sudor, atragantándose como si fuera lo último que fueran a comer, aunque la comida que les ofrecían era insípida y poco apetecible. Pero lo que era la cerveza, a esa sí le tomaban sabor, la bebían sin prisas y con devoción. Era el momento de relajarse, de volver a la vida porque aún faltaba la noche, la parte más pesada de la jornada, de regresar a sus respectivas casas en las que les esperaban sus hijos y una serie de quejas de la esposa: que si el dinero, que si los hijos, los desperfectos de la casa, que si no cogían esa noche era porque seguramente había otra mujer de por medio. A eso temía Clemente, de ir a su casa, más aún cuando eran días de quincena. Él preferiría mil veces quedarse a trabajar, pero las jornadas laborales eran mal pagadas y voraces, pues a sus 47 años parecía que a su cuerpo lo habían azotado diez años más.

Después de la comida Clemente trasladó a los hombres a la planta principal para que checaran su salida y se fueran. Todos tomaron camino hacia sus casas, pero él decidió pasar antes a un cajero para cobrar su quincena. Algo en el fondo le decía que mejor esperara y cobrara mañana; sin embargo, ignoró ese presentimiento, temía que su esposa se fuera a molestar por llegar sin un centavo. Llegó al cajero, cobró, contó el dinero antes de meterlo a la cartera, lo guardó y salió. Alcanzó a dar diez pasos cuando sintió que alguien le apuntaba la espalda con algo filoso. Sólo escuchó una voz agresiva y presurosa diciéndole:

– Dame el celular y la cartera… ¡Rápido cabrón!

Con las manos temblorosas y sin voltear, entregó el celular, después la cartera, en la que no sólo se encontraba su dinero, sino también un cheque al portador de $5,000 pesos de un préstamo que le había otorgado la empresa y justamente lo había recibido a penas en la mañana. El maleante tomó las cosas y se fue corriendo, Clemente se quedó solo en medio de la noche, frustrado, lleno de impotencia  y con mucha rabia. No podía aceptar que lo asaltaran cuando tenía encima tantas deudas, tres hijos que mantener, uno más que estaba por nacer y un trabajo con un sueldo miserable que se reducía aun más pagando absurdos impuestos. Con eso no alcanzaba a cubrir los servicios de la casa, la gasolina que cada vez iba en aumento y mucho menos las altas tasas de interés de otro posible préstamo. En ese momento sintió que Dios lo abandonaba, peor aún, que lo traicionaba sin misericordia alguna. Su esposa no supo qué decirle cuando se lo contó, sólo lo miró fúrica pero a la vez preocupada, era la primera vez que se quedaba callada ante algo. Por mucho que hubiera querido reprocharle, sabía que no era su culpa porque la delincuencia estaba ya a la orden del día. No le quedó más que reclamarle a Dios por haberlos desamparado. Tantos rezos, abstinencias, idas a misa y comuniones, no han servido de nada, pensó, pues desde siempre hemos vivido, o mejor dicho, sobrevivido en la miseria, y por lo visto así seguiremos por el resto de nuestros días.  Pero no… finalmente no pudo permitirse blasfemar contra Dios, su arraigado fanatismo religioso le hacía creer que todo lo que les pasaba era la cruz que debían cargar por sus pecados.

– Clemente, no debemos renegar del Señor – le dijo su mujer con serenidad. – Esto que nos pasa son pruebas para demostrar que lo amamos. Tenemos que mantener nuestra fe, ya verás cómo pronto nos socorre. Sólo hay que orar y pedirle que nos ayude a encontrar resignación –. La mujer se acercó hacia su pequeño altar, encendió una veladora y se puso de rodillas.

– Ven, acércate y reza conmigo – se lo dijo casi como un mandato.

Se acercó con enfado, se hincó junto a ella y los dos comenzaron a rezar el Padre Nuestro. Ella concentrada en su oración cerró los ojos y poco a poco subía el volumen de su voz. Él sólo movía los labios soltando pequeños murmullos, porque en su cabeza resonaba una voz más fuerte que lo agobiaba diciéndole: ahora sin un quinto tendré que pedir un adelanto en el trabajo, hacer jornadas de horas extras, pedir otro préstamo y aparte pagar el dinero del cheque que ese maldito bastardo se llevó, un dinero que no usaré pero que me descontarán de la nómina; tal vez, si continúo con las horas extras probablemente me salgan más o menos las quincenas, pero aun así no creo que alcance… De tanta presión comenzó a sangrarle la nariz, mientras que su esposa elevaba sus plegarias con mayor intensidad. Los dos estaban frente a la imagen de la cruz, la mujer, con una solemnidad irremediable seguía orando; el hombre, con una torturante conciencia pensaba, que con todo lo que debía hacer no era ya cosa de Dios, sino que le estaría vendiendo su alma al Diablo.

Autora: Gabriela Herrera.

Primera entrada del blog

Nos dice Juan Rulfo «La literatura es una mentira que dice la verdad» y efectivamente, la literatura no es más que un medio para la reflexión y la crítica filosófica, porque desde la ficción se proyecta el acaecer mismo de la existencia humana y nos permite visualizarnos como seres vulnerables, caóticos, viles y que nos encontramos en este mundo totalmente desamparados. Esta condición de lo humano es lo que trato de mostrar en mi narrativa, la cual les comparto en este blog.